Una de las costumbres más arraigadas en mi pueblo era el de tirarse pedos a diestro y siniestro: en la casa, en la calle, trabajando en el campo o tomándose un chato en el bar. El único sitio que se libraba de esos efluvios era la iglesia, por eso algunos solían quedarse en la puerta sin entrar y así seguir disfrutando de ese hábito. Aunque no todos lo hacían nadie se atrevió nunca a quejarse cuando una peste repentina los inundaba: se daba por hecho que así se había hecho siempre y había que respetar los derechos de los que querían desahogarse de esa manera.En uno de mis blogs favoritos: La chica de la falda roja
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